
El tiempo pasó, el frío y la fiaca se hicieron cotidianos en las charlas madrugadoras que comenzamos a tener. Pero un día desapareció. No lo vi más, así como el destino nos guió hacia el mismo vagón, también nos separó. Debo admitir que los viajes se me tornaron un poco pesados. Soy una persona a la que le gusta hablar y, aunque mi papá viaja conmigo también, empecé a sentir aburrimiento.
Las pocas ganas de caminar hacia la estación se acrecentaron debido a la "soledad" que tenía cuando llegaba (lo pongo entre comillas porque en el tren lo que menos sentís es eso, te apoyan de todos lados... ¡Y eso que soy hombre!). Así es que fui atrasándome de a poco y el horario en que compraba el boleto fue cada vez más tarde.
Una mañana estaba a una cuadra de las vías y vi que la barrera bajaba lentamente. Comencé a apurar el paso, pagué el pasaje y llegué justo cuando se detuvo el tren. Esto generó que me subiera a uno de los primeros vagones, más específicamente en el furgón. Cuando levanté la vista lo vi a él. Sí, el destino nos volvía a cruzar.
- ¿Qué haces? ¡Tanto tiempo!
- Estoy viajando en el furgón. No sube nadie acá, viajas re cómodo. No sé por qué nadie sube.
- ¿En serio?
- Sí, vas a ver.
Y vaya si tuvo(y tiene) razón. Ese día disfrute de un viaje excesivamente libre, sin aprietes, ni nada que se le parezca.
Ahora volví a viajar con él y aunque no siempre subimos en el furgón, por lo menos comparto charlas interesantes. Como hoy, como ayer. Y espero que por mucho tiempo más, Eze.
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